miércoles, 19 de noviembre de 2008

Marcelita

Marcelita

Marcela abre la puerta de su casa. Su madre dice algo desde adentro, parece que es una orientación. Marcela contesta con un sí. Trae una mochila nueva. Hoy se ve tan grande, no parece una alumna del sexto grado. La puerta queda entreabierta, quién sabe cuánto tiempo estará así, quizás una hora, hasta que a la madre y a la hermana de Marcela les rebalse la gana y la cierren, como sucede siempre. Salta de la acera a la calle. No hay ni un vehículo, sólo niños que van a la escuela. Marcela no nota lo fría que está la mañana, no recuerda lo mucho que llovió toda la noche. Comienza a contar, hoy quiere saber cuántos pasos hay de su casa a la escuela. Alguien cierra la puerta.

Marcela toma el paso de los demás niños, entre ellos hay compañeros. Ella los ha visto pero prefiere no hablarles. No levanta la cabeza, salvo cuando sus pasos comienzan a desviarse. A ella le gusta caminar en línea recta. Cuando esta calle era adoquinada Marcela no tenía que levantar la mirada para no irse a la cuneta, caminaba solo por una línea de adoquines. Ahora que está pavimentada con asfalto tiene que alzar la cabeza y entonces ve caras conocidas y por ahí vienen algunos saludos y tiene que sacudir la cabeza, por lo menos. Neto va delante de ella y dice hola. Marcela también dice hola Las compañeras de Marcela aseguran que Neto está enamorado de ella, pero es cosa que a ella no le consta, aunque sí nota las sonrisas de Neto, sus acercamientos, sus intentos frustrados al querer decir quién sabe qué cosa. A ella es algo que no le molesta, a veces hasta se ríe. Los estudiantes se orillan, viene un camión. Suena el claxon una vez, dos veces. Los niños disfrutan ese sonido, y claro, ellos no podrían decir que lo disfrutan, nunca se les ocurriría atribuir a la bocina de un viejo camión ese encogimiento de hombros, esa respiración exaltada, esas expectativas.

Marcela vive a ocho cuadras de la Escuela San Herman. Debe atravesar el barrio El Ángel por la 6ta. Avenida, que sólo es cuestas y bajadas, por eso es que Marcela ha pensado alguna vez que la escuela está lejos y que lata caminar tanto y llegar tarde. Neto vuelve a ver a Marcela y pretende esperarla, parece un buen momento para que lo haga. Disminuye el paso y se empareja con Marcela. Él sonríe y ella mueve la cabeza de arriba hacia abajo y trata de sonreír un poco, sus labios están ocupados, como en posición de silbar por estar haciendo el conteo de los pasos en voz baja. Neto vuelve a sonreír, deja una palabra a medio andar y luego se anima con otra, pero no, no logra articular, sólo vuelve a sonreír. Empuña los soportes de la mochila a la altura de las axilas, respira mas tranquilo y se conforma a no decir nada, solo a caminar al lado de una niña con mochila nueva.

En la intersección con la Calle Di Prieto, los niños se detienen un momento a ver si apunta algún auto, sobre todo los mayores, que sus edades oscilan entre los diez y trece años, esto se sabe por el distintivo del segundo ciclo de básica que llevan en el bolsillo de la camisa. Los hermanos mayores siempre van con caras de enfadados, siempre reprendiendo a sus hermanos menores y tirando de sus manos si es necesario, si un auto les da tiempo da cruzar la calle. Los menores por su parte, no perturban las conversaciones que llevan con los demás niños de su misma edad que también son jaloneados por sus hermanas que seguramente ya tienen novio. Marcela también se detiene un poco y estira el cuello. Ve de reojo a Fermín, el amigo de su papá, pero pretende ignorarlo. Fermín sostiene una bolsa negra (con el pan para el desayuno). Sonríe esperando que Marcela lo salude. Gira su cuerpo a medida que Marcela pasa. Marcela termina de pasar y Fermín tiene una sonrisa imborrable. Se conforma y busca entre la multitud a otro niño conocido para ofrecerla.

Pasaron frente a la papelería y ahora Marcela se detiene varios metros adelante. Sujeta del brazo a Neto. Él se detiene y la mira. Al menos espera que diga algo.

-Espérame. Voy a comprar un lápiz.

Los dos regresan a la papelería, Marcela entra primero. Hay muchos niños pidiendo cosas y saltando. Tienen que esperar su turno para ser atendidos. Neto mira los lápices que están dentro de la vitrina y también mira a Marcela que también mira los lápices pero nada más. Dos muchachas no dan abasto para tantos niños, dice Neto. Llevan diez minutos esperando. Y gracias a que Dalia, la prima de Neto, trabaja en la papelería han avanzado tres o cuatro puestos según el orden de llegada, ahora que la muchacha le pregunta a Neto qué va a comprar.

-Ella –dice él.

Apoya un codo sobre la vitrina y queda frete a Marcela para verla actuar.

-Deme ese… No, el amarillo. Sí, el Mongol.

-Dame uno a mi también –dice Neto.

Reanudan el paso. Neto aprieta los labios y maldice el feo silencio de Marcela. Ella ha disminuido la velocidad, parece que la cuenta de los pasos está muy alta y necesita más tiempo para no equivocarse. Neto toma el mismo ritmo mientras observa los limpísimos zapatos de Marcela. Los niños que vienen atrás tienen que esquivarlos, llevan prisa. Se hace tarde. A Neto no le importa, a Marcela menos. Un alumno del instituto pasa cerca de la pareja, quién sabe por qué si ésta no es la calle de ellos, pero se puede ver que la hermética niña y el resignado jovencito casi tienen la misma altura del muchacho.

Alcanzan el portón de la escuela y entran sin saludar al maestro y al señor de la limpieza que parecen muy contentos, a pesar de que es lunes. Neto descubre lo bien que se camina sobre una calle húmeda por la lluvia de una noche anterior. La clase ya debe haber empezado, piensa Neto. De repente Marcela adquiere una dulzura en su rostro al pasar cerca de los árboles de Mirto, y aun no deja de mover los labios. Cómo le gustaría a Neto tomarle la mano. Ella lo ve y sonríe, al fin sonríe, en todo el camino lo que había hecho es mover los labios entupidamente, aunque eso pueda confundirse con una especie de sonrisa. Todos los compañeros están adentro. Marcela y Neto se acercan al salón. Neto no sabía que Marcela era tan ruda. La maestra abre la puerta y aparece frente a ellos. Mira a Marcela, que baja la cabeza y termina de llegar a la puerta viendo al piso, con una expresión muy familiar.

-¿Perdiste algo?pregunta la maestra.

Marcela levanta la cabeza y abre bien los ojos. Antes de explicarle a la maestra que no ha perdido nada le dice:

-Mil ciento cinco.

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